Casi siempre había preferido el lujo de un buen café con leche a tener la oportunidad de sentir su presencia.
No recuerda ninguna mirada que pueda asegurarle ninguna posibilidad significativa de éxito, pero no le importa. Pensó que el viernes sería el gran día: tenía mil horas muertas para pensar qué ponerse, qué decirle, cómo insinuarle. Lo pensaba en el tráfico de una ciudad en llamas, del paseo por las Ramblas, de las vistas desde el puerto, en las horas muertas del trabajo…
El viernes había conseguido un hueco matinal para sentarse en aquel bar, y no podía perder la oportunidad.
No era muy difícil, ni tan sólo arriesgado. Un fracaso sería predecible y un éxito un regalo…se lo diría mirándole a los ojos “tal vez algún día nos podríamos tomar un café en otro sitio, y que nos lo sirviera otra persona, para variar…” o tal vez sería tan cobarde de dejarle una nota debajo de la taza “Llámame…” o tal vez lo haría de una forma menos atrevida, para que pudiera creerse que era la primera vez que hacía algo así y que no iba regalando intentos con cualquiera.
No sabía cómo lo haría pero lo que tenía claro es que nunca, nunca podría ser tan cobarde como para marcharse a casa con los puños cerrados, atrapados en los bolsillos.
Nunca podría ser tan cobarde como para llegar a casa y lamentarse, o arrepentirse, o nada.